lunes, 19 de julio de 2010

Éramos seres insaciables que perdían la noción del tiempo y la cabeza

Recuerdo aquellos días con intensidad. Reinaba la pasión y el desenfreno en un ambiente húmedo cubierto de un sudor cálido en pleno invierno. Nos desentendíamos de sábanas, edredones, mantas y hasta almohadas. Lo único que importaba era el roce continuo de nuestros cuerpos hasta que éstos se fundían en uno. Nos transformábamos en cruzar las puertas de aquella habitación, el amor que sentíamos el uno por el otro nos colocaba convirtiéndonos en fieras. Recuerdo el sudor resbalando por nuestra piel, ver tu torso empapado me hacía sucumbir al placer que desprendía tu cuerpo desnudo. La complicidad inmersa en nuestras miradas, la luz tenue que asomaba por la ventana, la sintonía de nuestros movimientos culminaban con lo que solo tú y yo sabemos, en silencio, el momento más dulce de mi vida.
Encuentros clandestinos a cualquier hora cualquier día de la semana. Entrar ahí conllevaba olvidar el reloj, el calendario, el móvil, las alarmas y hasta nuestros propios nombres. En nuestra mente solo había hueco para una cosa: pasión. No era pasión de vicio, aunque se convirtió en vicio desde el primer contacto. Esa pasión nacía el día que nos conocimos en aquel pueblo perdido a la orilla del mar, y crecía a medida que nos íbamos conociendo. Era algo imparable, cada día me llenaba más de ti, cada día necesitaba más. Mi puta droga.





No hay comentarios:

Publicar un comentario